CRÍMENES Y PENAS MÁXIMAS DESDE LOS ONCE PASOS

Gracias a la colaboración entre Echemos vaina y el Consejo Mundial contra la Piratería, conocido por su sigla CTRL+C, logramos tener acceso a la obra de la escritora japonesa Nidice Murmura Musitara, que en palabras del premio Nóbel japonés Kenzaburo Oé Oé Oé Huh, “redifinió el concepto de lo indecible. Toda su obra es un silencio incómodo”. Su novela más famosa es Asesinos en serio, que narra las desventuras de un grupo de asesinos que le temen a la sangre. Su último libro se titula Trasquilando ovejas, que relata los intentos de una detective obesa (dado que practicó el sumo por años) por resolver los inquietantes crímenes sexuales cometidos a ovejas en un condado rural. Aunque los crímenes quedan sin resolverse, con esta obra, Murmura Musitara ganó el prestigioso premio de literatura policial “La Negra tiene tumbao”.
Hoy presentamos este relato corto que la autora escribió una mañana veraniega de 1972, mientras redactaba el testamento de su marido, quien moriría inexplicablemente dos semanas después.

CRÍMENES Y PENAS MÁXIMAS DESDE LOS ONCE PASOS
(Traducción de Néstor Nudoshi Pote)

El detective Casimiro Salas-Pesca empleaba su tiempo libre como árbitro de fútbol profesional. Desde que atrapar criminales y resolver sopas de letras dejó de ser un asunto lucrativo, decidió inscribirse en la escuela de árbitros y optómetras “Écheme un ojo”. A los tres meses estaba habilitado para arbitrar en la Copa del Mundo y para prescribir anteojos o extirpaciones de córnea. En su primer partido como réferi, fue bautizado con la “calzoninha”, famosa jugada en la que por seguir la pelota con mirada clínica, no se advierte que una mano o guayo le baja la pantaloneta hasta los tobillos. Por tal acción, expulsó a cuatro jugadores de cada equipo, y decomisó el balón de la rabia. Esa noche, acompañado sólo por el empolillado bombillo del camerino, Casimiro Salas-Pesca lloró lo innombrable, y mientras se sonaba ruidosamente juró no volver a usar la tanga rosada que un viejo detective amigo le había regalado.
El detective Salas-Pesca alternaba el perseguir criminales y el pitar fueras de juego sin inconveniente alguno, pero unas veces confundió los papeles. En una ocasión le mostró la tarjeta roja a los bandidos que intentaba atrapar, de modo que estos, absortos, le respondieron con madrazos y disparos de alto calibre. Otra vez, esposó a un arquero a uno de los palos de la portería, para evitar que se adelantara en una pena máxima, y otra incluso descargó su revólver por un simple tiro de esquina. No obstante, y a pesar de tres prótesis para futbolistas que descontaron de su salario, el éxito siempre acompañó a Casimiro Salas-Pesca. Excepto en su último partido oficial.
La final del torneo nacional se juntó con la operación “Suéltela que no da leche”, que consistía en atrapar a una banda de apostadores que sobornaba a jugadores y árbitros. La suma de dinero apostado para la gran final era astronómica. Casimiro Salas-Pesca aceptó el soborno e identificó a los delincuentes. Debía entonces, favorecer al equipo veinte veces campeón, el que año tras año ganaba. Los Pumas. El detective Salas-Pesca, mientras se aplicaba crema No. 4 en las escoriaciones producidas por correr con el fierro entre el pantalón corto, sonreía al tener la clave del misterio.
En el minuto 89, tras un aburrido empate a 4, con tres expulsados, dos hombres desnudos que corrieron por el campo, un paracaidista que aterrizó en el minuto 35 de juego y un perro que se orinó en la portería sur, Casimiro Salas-Pesca pitó un penal inexistente a favor del equipo débil, los Tigrillos, aquel que jamás había levantado el trofeo. Con el balón en el fondo de la red, el estadio explotó y Salas-Pesca rompió en silbatazos para decretar el final. Se guardó el silbato en el bolsillo y sonrió con arrogancia. Ahora se aprestaba a atrapar a los estafadores. Sin embargo, el estadio comenzaba a hervir. Los veinte mil hinchas inundaron el terreno de juego y desnudaron a los jugadores, los levantaron en brazos y los cargaron como héroes. Casimiro no se salvó del homenaje. Tras pitar el penal en la mitad de la cancha, porque un jugador lo había mirado feo, se había convertido en un héroe más que fue arrastrado por el mar de algarabía y felicidad.
Antes de que la última farola del estadio, hecho trizas, se apagara, se escuchaba el llanto de un árbitro en su camerino. Era el detective Casimiro Salas-Pesca, que lloraba y se daba golpes a la altura de su escapulario por haber confundido a los Pumas con los Tigrillos.

Foto de Casimiro Salas-Pesca, el detective y juez.





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