LA ESPELUZNANTE PENETRACIÓN AL MÁS ALLÁ

Advertencia: El siguiente contenido puede ser perturbador y no es apto para cardíacos.


Mis padres eran psicoanalistas y tenían una hermosa granja en las montañas. De modo que nací en el campo silvestre de mariposas azules, electroshocks y regresiones con LSD. Quizás esto me llevó a padecer alucinaciones y trastornos durante mis primeros 40 años. Durante este último año me pensé curada de todos mis males, pero poco después de la muerte de mi tercer marido, el neuropsicólogo Omar Motta, por causas naturales (le cayó encima una lámpara de cristal de dos toneladas), empecé a advertir que aún escuchaba su voz. En principio pensé que era la esquizofrenia que me detectaron a los tres años. O la epilepsia que me dio al ser bautizada. O la neurosis que me dio cuando di mi primer beso. Pero lo extraño fue que seguí escuchando su voz, incluso en mis momentos de mayor lucidez, es decir, cuando estaba ebria como una cuba.

Escuchaba su voz a diario: “Mira, Sucia, tengo algo que confesarte”. Siempre fue muy cariñoso conmigo. Me llamaba por las iniciales de mi nombre. Olvidé mencionarlo, me llamo Susana Cianca. De modo que cada noche me encontraba con su voz mientras me depilaba el pecho (eso pasa con el LSD, te provoca exceso de pelo) frente al espejo. Y a pesar de que siempre ponía mucha atención, no podía atrapar todo lo que decía. Quizás mi depilador eléctrico provocaba una interferencia. Sólo escuchaba esto: “Sucia: descubrí... tesoro... cielo... Te... digo... Te deseo... res… Serás millón... aria... gracia en abundancia... Mujer... fácil… tendrás... todo... Vendí mi... rabillo... Me hice... Rico... Casino... dinero... Tu mal... aliento… perverso”.

Así que cada noche me dormía con la idea de un tesoro que él había descubierto, o de que pronto me convertiría en millonaria y que tendría un casino y muchísimo dinero. Lo de “res” no me intrigaba tanto. Siempre estuvo celoso de que la gente pensara que yo estuviera embarazada sin estarlo. En cuanto a lo de mujer fácil, me tenía sin cuidado. A Omar nunca le gustó que una de mis terapias para calmar la esquizofrenia fuera en una casa de yoga con espejos en el techo. Y lo referente al mal aliento ni me ofendía. Desde que me había vuelto alérgica a la crema dental y al jabón el mal humor me acompañaba.

Durante meses esperé alguna revelación de lo que Omar me quería decir. Pero esa revelación nunca llegó. Ante mi desesperación, decidí contratar los servicios de una médium. Amante de mi padre (y de mi madre también, pero sólo por razones científicas), la clarividente Emma Tomassi Niestro accedió a mi petición, siempre y cuando las llamadas al más allá no fueran por cobrar. Emma Tomassi es una muy reconocida médium y vidente de espíritus chocarreros. 

La noche del martes 13 nos reunimos en el comedor de mi casa. Emma, sus dos asistentes, mi vecino y su mascota, un labrador. Emma nos pidió que nos tomáramos de las manos. Quizás por la tensión, o por el miedo que generaba la reunión, mi vecino confundió mis manos con mis muslos.

—Ha llegado el momento del encarnamiento, de la posesión —inició la doctora Emma Tomassi—. Pero Sucia, ¿qué haces? No es necesario que te quites la ropa.

Me vestí y Emma repitió sus palabras. Fue entonces que una presencia horrible asustó a los presentes. Sentí de repente que el canino del vecino se apoyaba en mi regazo. Su mascota había huido al patio del susto. De manera que tuve que pedirle a mi madre que volviera a su dormitorio y nos permitiera continuar.

Tras el sobresalto, continuamos la sesión. Cogidos de las manos, escuchamos las palabras de Emma:

—Alma en pena, en perpetuo estado de sueño, ¡háblame!

Un grito atronador nos hizo respingar.

—Déjame dormir —gritó una voz siniestra.

Era Alma Peña, mi madre. Le pedí a Emma Tomassi que hiciera caso omiso y continuara. La clarividente continuó con una clari evidente molestia. Tras dos minutos de una coreografía que ya había visto en películas como Poltergeist, Babe, el puerquito valiente y el rudo drama Chicho y Lina, Emma Tomassi agitó su cabeza con violencia. En ese instante su cara tomó la forma mal afeitada de mi ex marido, Omar Motta:

—Sucia, tengo algo que confesarte —dijo la voz de mi ex marido.

Las ansias me devoraban, las encías me sangraban, las tripas me sonaban. El tan esperado momento había llegado. No me pude controlar.

—¡Cuéntame lo del tesoro, amor mío! —grité—. ¿Dónde está enterrado?

Descubrí que fuiste tú. Siempre te consideré mi tesoro. Me enviaste al cielo. Te maldigo. Te deseo la muerte .

Los acompañantes me miraron con reserva. No se explicaban lo sucedido. Sus miradas eran de espanto.

—Hasta en el infierno continúas con tus bromas, Omar. Mejor, cuéntame cómo es que me haré millonaria.

El cuerpo de Emma Tomassi convulsionó. 

—Sí serás mala, me enteré de que cortaste esa lámpara con millones de cristales. Eres una mercenaria del mal. Llorarás la desgracia en abundancia. Mujer, espero no la tengas fácil.

Reí tratando de ocultar mi vergüenza.

—Omar, hombre, tú y tus chistes. Mejor dime qué es el asunto con el casino y todo el dinero que obtendré.

La voz cadavérica de Omar retumbó a través del cuerpo de Emma Tomassi: 

Tendrás un fin terrible. Vendí mi vida por ti. Y lo vi todo con el rabillo del ojo. Me hice a la idea de olvidarte, y también del perico Leonidas. Casi no puedo recordar todo el dinero que perdí por ti. Tu mal corazón es mi desaliento y mi fin perverso.

Los vecinos, boquiabiertos, me miraban con horror. El hambre, pensé. Hasta mi vecino, bajo la mesa, me miraba con los ojos torcidos. Las luces comenzaron a fallar. Emma Tomassi cambió el rostro por uno horrendo y despedazado. Un relámpago azotó la casa y las luces se extinguieron. Vimos la silueta de Emma caer sobre la mesa, de frente. Mi vecino salió de la mesa, con su pelo desordenado por el temblor y con la mirada llena de espanto.

—¿Es cierto lo que tu ex esposo acaba de decir? —preguntó temblando.

—No —dije—. ¿Le vas a creer a un muerto de hambre?

Emma Tomassi Niestro recuperó sus fuerzas, se llevó el pelo hacia atrás y se maquilló el rostro. Le había quedado algo de barba de Omar Mota. En cuanto estuvo lista, me esbozó un cuenta de cobro. Nos dimos un apretón de manos. A la semana siguiente ella volvía a mi casa. A mi boda con mi vecino, que también era psiquiatra, pero en sus ratos libres.

En la imagen la vidente antes de penetrar el habitáculo de lo intangible.

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