LA EXPLOSIÓN ERÓTICA DE ISABEL CANA

Los editores de Echemos Vaina no quisieran compartir la historia de uno de los representantes más significativos del sexo débil, la grima y la derrota. Pero ni modo, así es la vida. A continuación su historia de desamor.


Isabel Cana y Alan Ticuario estudiaban historia del arte y coincidían en una cierta alergia por el consumismo, el uso de desodorantes y el gluten. De la explosión erótica de una noche de viernes se pasó a un enamoramiento feroz, y de allí a una temporada de convivencia en la casa de los padres de la novia. Eran tan próximos el uno del otro que él sin mucho esfuerzo adivinaba su futuro. "Te va a ir bien conmigo y yo seré el único hombre que te hará feliz”, le advertía, tocándose el pecho como Tarzán. Los malos presagios también funcionaban, y sus aciertos con la corrupción de la FIFA, el aumento del costo de vida y la caída de sus senos con el paso del tiempo, la habían convencido de que Alan experimentaba una verdadera clarividencia. Fueron tres semanas de convivencia inigualables, hasta que la imagen de Alan se borró de un plumazo cuando ella comenzó a sentir un raro desgano amoroso y, acto seguido, una fuerte atracción por un cantante de reggaeton: La Ñaña.

A pesar de esta situación, Alan albergaba la ilusión de que Isabel volvería a ser la de antes, al igual que su testosterona. Pero esta vez la corazonada le falló, pues se enteró por accidente de la infidelidad de ella después de escuchar en la radio la canción Perrea, Chava, Perrea, con una obscena pero detallada descripción de una noche de lujuria. Aquella canción lo enfermó, en especial al escuchar que la Ñaña se le dedicaba a Ticuario “El cachón”. "El amor se había agotado", se defendió ella mientras él hacía las valijas. "Me pudiste haber avisado que te gustaba el reggaeton", le respondió él, y se fue de casa. Después de un tiempo, Alan se enteró de que la Ñaña había sido reclutado por una secta religiosa brasilera y que ella estaba deprimida. Alan tuvo la esperanza de que ella regresara a su lado, más cuando ella lo citó en un bar para tomar un café, pero tristemente para él, Isabel esa noche sólo quería explicarle que nunca había querido herirlo y le proponía seguir siendo su amiga desinteresada, todo esto mientras chateaba con su nuevo pretendiente. 
Alan, ya egresado y aún dolido por el desengaño, fue contratado por una casa de antigüedades. En este trabajo cultivó un temple introspectivo que atraía a las mujeres mayores de 70 años. A ninguna, sin embargo, el joven anticuario pudo entregarse de manera definitiva por la alta tasa de mortalidad y el persistente recuerdo de Isabel. Un día, mientras sacudía una de sus “antigüedades”, descubrió el contenido de un sobre perfumado que le llegó por correo: Isabel se casaba y estaba invitado a la fiesta. Se quedó un largo rato dándole vueltas a esa cartulina dorada, mientras la “antigüedad” le pedía que la arropara. Podría excusarse a último momento, pensó, pero la intriga le jugó una mala pasada, y aceptó la invitación. Ya en la ceremonia Isabel estuvo radiante y cariñosa; el candidato resultó ser un veterano ganadero que se prestaba a mostrarles sus dominios. Salieron un rato en caravana por distintos campos, y Alan miró el ganado, los caballos y chanchos de paso, las lagunas y los autos de lujo. Isabel habló de ellos como si supiera y como si ya fueran suyos. Ya en la noche y después de la bendición del cura Isabel fue una reina blanca mojada de flashes y dólares. La flamante esposa tomó el micrófono y el protagonismo absoluto de la velada, y se regodeó ante Alan, quien sin mucho esfuerzo entendía que sus clarividencias habían fallado.


Foto de Ticuario y Cana después de una explosión erótica.

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