QUE BRILLE EL AMOR DE LA LUZ PERPETUA

Después de haber terminado dos años de noviazgo con el veterano tanatopractor Diego Segoviano, la jóven cantante Luz Perpetua Villareal lucha día a día contra ese ponzoñoso e inconfesable sentimiento de querer volver junto a él, aunque el recuerdo de su vida miserable sigue presente en su mente y en su billetera. “Siempre estuvo más pendiente de sus cadáveres que de mí. Era un persona muy parca, fría y lúgubre, que permanecía en su domicilio a la espera de ser llamado por las pompas fúnebres Mi primer gladiolo”, recuerda Luz Perpetua. Si bien en un principio a Luz Perpetua le pareció que la profesión de Diego era atípica, interesante y con un buen futuro, por residir en una ciudad particularmente violenta, con el paso del tiempo cambió de opinión. “Los fines de semana dejamos de ir a cine para pasar el tiempo en las funerarias y sólo me invitaba a tomar café en la salas de velación”, recuerda Luz Perpetua. La intimidad de la pareja empezaría también a verse afectada. “En los encuentros íntimos el desfallecía en pocos minutos. Las únicas veces que lo percibí ardoroso y caliente fue cuando regresaba del incinerador. Definitivamente los entierros largos y exuberantes sólo los evidencié en el cementerio central”. Después de mucha soledad acechada y de verse “muerta en vida”, Luz Perpetua se ha propuesto salir con otro hombre: acepta la invitación de un sepulturero amigo. Es musculoso, simpático, inteligente y muestra un entusiasmo inclaudicable mientras excava, pero Luz Perpetua no puede dejarlo de comparar con Diego. “Me hace falta de Diego su falta de humor, su agudeza, su pobre ideología, sus labios grises, su olor a formol, su textura, su piel pálida”, recuerda. La performance del sepulturero es decepcionante; el fantasma de Diego cena con ellos y se mete sonriente entre sus sábanas. Definitivamente Luz Perpetua no puede sacarse de la cabeza y sus entrañas al tanatopractor.
Una noche de domingo, cuando regresan Luz Perpetua y el sepulturero caminando bucólicamente por la calle de los mataderos, el fantasma de pronto se corporiza: estaciona su auto fúnebre sobre el andén, se baja y los cruza. Es una escena violenta y en cierto modo inverosímil. Encara a Luz Perpetua y le pregunta cómo puede ponerle los cuernos con ese pecho frío, muerto de hambre. La agarra incluso de un brazo, para sacudirla; tiene los ojos inyectados de furia. El sepulturero no trata de interceder ni de tironear, simplemente le lanza su pala directo a las partes nobles. Es raro, porque la última vez que hizo eso mismo fue durante el entierro de un jugador de Sumo, que no cabía en el féretro. Diego encaja el golpe, trastabilla, y cuando se dispone a devolverla con la izquierda recibe otro golpe con la pala que lo tumba. Está atontado y no consigue ponerse de pie. El sepulturero agarra a Luz Perpetua del pelo e intenta llevársela de ese zafarrancho, pero ella se suelta y acude en asistencia del caído. Es un impulso femenino, impensado: se arrodilla y lo abraza y se larga a llorar, mientras le limpia su traje negro. Diego deja entrever también unas lágrimas de arrepentimiento y dolor. Se quedan así los dos unidos en el suelo como si estuvieran embalsamados. Los mira el sepulturero, prueba unas excusas; propone trasladarlo a un hospital para que lo atiendan, pero ninguno de los dos lo escucha, y entonces abre los brazos, alza su pala, niega con la cabeza y decide marcharse. Ella se pone el abrigo y se despide del sepulturero. Afuera, con el coche fúnebre encendido y con el sonido del réquiem de Mozart, Diego, la espera fumando y muerto de la risa. "Hola, mi amor", lo saluda ella. Arrancan, se pierden en la noche a la espera de un nuevo finado, mientras brilla el amor de la luz perpetua.

En la foto Diego Segoviano metiéndole diente a un matambre antes de recibir a un nuevo cliente.


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