EL DETECTIVE Y LA MARIPOSA

La escritora nipona Nidice Murmura Musitara nos estremece una vez más con un relato misterioso (al primero que estremeció fue a nuestro editor, por culpa de su siniestra gramática), en cuyas páginas desfila de nuevo uno de los más atrevidos (así lo llaman sus clientes femeninas) detectives privados de la literatura negra, Casimiro Salas-Pesca. Murmura Musitara soñó este relato tras una noche húmeda y desgarradora, luego que uno de sus rulos de aluminio pinchara su colchón de agua. 

Aquella mañana lluviosa en que el detective Casimiro Salas-Pesca fue contratado por la hermosa y misteriosa Guadalupe Tarda, hija del multimillonario Pepe Tarda, jamás imaginaría que el resolver el enigma lo haría enamorarse de nuevo, por septuagésima vez.
Cuando Lupe Tarda le dijo que se encontraba en aprietos, Salas-Pesca se abalanzó sobre ella y trató de soltarle el apretado corsé. “Siempre me funciona”, dijo él. La marca de la cachetada en la mejilla del detective no se borraría en días. Antes de dejar la oficina, Lupe Tarda arrojó con cierto desdén unos billetes sobre el escritorio. “Quiero que encuentre a mi hermano. Sé que está en peligro mortal. Manténgame informada. Y a propósito, ‘Coloso de una de las siete maravillas’, es Rodas, no Judas”. Casimiro arrugó su diario y lo arrojó a la papelera. “No se preocupe”, dijo, ruborizado, “encontraré a su hermano, así sea lo último que haga”.

El detective Salas-Pesca empezó por visitar el Molino Rojas, aquel prestigioso cabaré, famoso por ser la perdición de hombres casados, seminaristas y embajadores de buena voluntad de la ONU. No obtuvo información de ninguna persona. Al parecer, nadie recordaba a Felipe Tarda. En el escenario, se presentaba una bella cantante, envuelta en un abrigo de vicuña, de hecho, era una vicuña viva, con quien cantaba a dúo un tema de Jane Birkin y Serge Gainsbourg. Ya en el bar, Salas-Pesca le invitó un trago y le introdujo unos billetes entre el escote. “¿Qué sabes de Felipe Tarda?”. La cachetada resonó por todo el lugar. Casimiro intentó retirar sus billetes de aquel sinuoso escondite, pero prefirió sobarse. “Me llamo Haella Lacoste”, se presentó ella. Salas-Pesca entendió que la bofetada quizás obedecía más a una respuesta nerviosa de la pregunta. Bebieron. El curso que el detective tomó en Harvard, Psicoanálisis: mi padre me tocó, y mi abuelo a él, y así sucesivamente, dirigido por Jerry Springer y Geraldo Rivera, le ayudó a descifrar a su interlocutor. Con la sutileza que lo caracteriza, Casimiro dijo: “¡Déjese de pendejadas! ¡Hable de una vez!”, y logró que ella confesara.

“Sí lo conozco”, dijo ella, entre lágrimas. “Pero no sé dónde está. Estuvimos muy juntos. Hubo una época en que fuimos casi uno. Era muy tierno. Daba limosna sin pedir las vueltas. Nunca me maltrató. Digo, psicológicamente”. Salas-Pesca sonrió calladamente. “¿Tiene enemigos?”, dijo. Ella pestañó con miedo. “Aparte de unos apostadores, un proxeneta, un juez de la nación, un lechero, el Vaticano y un periodista deportivo, yo diría que no”. Pareció dudar. “Bueno, quizás su padre”. Casimiro se interesó más. Pensó de inmediato en el magnate de las tesis, José “Pepe” Tarda, quien escribió los trabajos de grado de más de tres millones de graduandos que hoy integran el índice total de desempleados. “¿Por qué?”, preguntó. Haella Lacoste bajó su voz. “Desde que el viejo perdió a su madre en un bar swinger, siempre ha culpado a su hijo. Para él, Pipe es una vergüenza, la oveja negra de la familia”, dijo ella. “¿Por qué?”, repitió Casimiro. “Porque Pipe, hay que decirlo, tiene un pequeño defecto. Abandona todo. Abandonó la escuela, la universidad, la casa, a su esposa y a su mascota, el desodorante y la lactosa, pero jamás dejó el casino ni el cabaré”. El detective Salas-Pesca consideró importante entrevistarse con Pepe Tarda. Le agradeció a la cantante y ella lo detuvo. Lo enrolló con sus piernas, como si fueran las pinzas de un escorpión. Lo besó entonces con suavidad y le mordió los labios. “¿Siempre viene armado a las entrevistas, detective?”, dijo. Casimiro se libró de ella. “No porto armas. Debe de ser el suspensorio, propio de esta actividad”. Se besaron de nuevo y Salas-Pesca salió del cabaré con labial en su rostro y el revólver desacomodado.

El viejo magnate Pepe Tarda estaba postrado en su silla de ruedas, mientras observaba a través del microscopio una de las miles de mariposas que poseía. Sus piernas se encontraban cubiertas con una manta de lana con la imagen del futbolista uruguayo Jorge “El Polilla” Da Silva. “Aún sigo sin comprender, señor detective, por qué las mariposas son asociadas con aquellos hombrecillos que gustan de libar el néctar de otros machos, si los lepidópteros más se parecen al faisán macho que con sus colores pretenden adueñarse de toda hembra que ven a su alrededor. Además, son territoriales y no quieren que otros machos se acerquen a sus hembras. Una comparación ridícula”. Casimiro Salas-Pesca pensó en numerosas razones del por qué esa comparación es fascinante, cuando advirtió que el anciano lo observaba con miedo. Salas-Pesca advirtió que su cabeza descansaba en su mano torcida, como aquella famosa escultura ‘La pensadora’. “Sí, es una comparación ridícula”, dijo Casimiro, y se acomodó mejor, “pero aún no me convence, señor Tarda. Su hijo sigue desaparecido”. “Y seguirá desaparecido, señor detective”, dijo el viejo. Extrajo un trozo de papel de uno de sus bolsillos de su bata de seda y se lo lanzó a Casimiro. Este lo atrapó y lo leyó. “Si quiere volver a ver a su hijo con vida, transfiera 1 millón de dólares a esta cuenta. Atentamente, los abducidores”. Casimiro leyó con perspicacia. “¿Abducidores?”, dijo. “Pensé lo mismo, Salas-Pesca”, dijo el viejo, “el mensaje sería más efectivo si hubieran escrito ‘los raptores’ o ‘los secuestradores’, ¿no le parece?”. “Sin duda”, dijo el detective, “¿y piensa pagar?”. La risotada del viejo sacudió las alas de los millares de insectos diseccionados. En ese instante, el mayordomo, con una ceja más elevada que otra, ingresó al estudio del magnate. Portaba una bandeja con una botella de whisky, una hielera y una botella de agua. “¿Cómo le gusta su escocés, detective?”, dijo el anciano. “Sin falda”, dijo Salas-Pesca. El viejo rio. “Sírvaselo puro, Max”, le indicó al maestresala. Salas-Pesca pensó en negarse a beber. Odiaba el whisky. El primer sorbo le alteró la vejiga. Por eso no toleraba el whisky. Pidió el baño prestado.

En el inmenso baño de visitantes colgaban fotografías de la familia Tarda, de años anteriores. Aparecían Felipe, Lupe, Pepe y la desaparecida Heralta Nera de Tarda. Casimiro duró minutos observando el rostro de Heralta Nera. En seguida se observó en el espejo. Aún estaba la marca de la cachetada. No obstante, la marca parecía abarcarle las dos mejillas. “Aquí hay gato encerrado”, se dijo. Sin despedirse, y luego de sacar al gato de la tina, Salas-Pesca abandonó la mansión. Del primer teléfono público que encontró llamó a Lupe Tarda. “He resuelto el acertijo”, dijo, “Molino Rojas, 10 de la noche. La espero”. “Está bien”, dijo ella. “Por cierto”, continuó la hermosa Lupe Tarda, “nacimiento del Mesías, de cinco casillas, empieza por B y termina en N”. Casimiro Salas-Pesca dibujó una sonrisa arrogante junto al auricular. “Benín”, dijo y colgó.

Frente al glamoroso portón del Molino Rojas, el detective Salas-Pesca aguardó la llegada de Lupe Tarda. Cuando ella apareció, sin saludarla, le señaló el cartel de artistas de la noche. “¿Conoce a esa cantante?”. Lupe leyó el pie de página: ‘Haella Lacoste, la reina de la cumbia metafísica’. “No, jamás la había visto”, dijo. “No me diga que es otra amante de mi hermano”. “Aparezca de repente cuando me vea junto a ella”, dijo Casimiro, e ingresó al cabaré. Lupe levantó los hombros con cierta indiferencia.

Casimiro Salas-Pesca aguardó, sentado junto a la barra, a que Haella Lacoste terminara su performance. Mientras ella recibía dos aplausos, veinte bostezos y un disparo que rompía una bombilla, advirtió al detective que la devoraba con su vista. La cabaretera caminó despacio a su encuentro. Allí lo tomó de las solapas de su vestido y lo besó con frenesí. Lupe Tarda, de manera silenciosa, apareció junto a ellos. La cara de Haella pareció hacerse confusa. Las mujeres se saludaron. Lupe estaba intrigada; Haella, nerviosa. Casimiro se aflojó el nudo de la corbata. “Guadalupe”, dijo, “esta, digo, este es Felipe Tarda, su hermano”. El rostro de Lupe se contrajo del terror. Haella intentó huir. Salas-Pesca la detuvo y la hizo sentar en una silla. El detective pidió un vodka, lo bebió con rapidez y contó su relato: “La sensual Haella Lacoste es Felipe Tarda, el hijo no correspondido de Pepe Tarda. Me costó descifrar el enigma, pero cuando identifiqué que las marcas de la cachetada de ella son idénticas a las suyas, Lupe, todo se hizo claro. Las dos poseen el mismo toque”. Ahí mismo, Salas-Pesca tocó el busto emperifollado en lentejuelas de Haella Lacoste, quien reaccionó con violencia. Casimiro no alcanzó a detener la bofetada. “Desde luego”, dijo Lupe Tarda, “es el golpe Tarda. Típico”. “Además, es la viva imagen de su madre, Heralta Nera. Durante años, Haella, o más bien Felipe, intentó manifestarle al mundo que quería ser una mujer, pero supongo que su miedo a confrontar a su padre lo fue convirtiendo en aquel abyecto pedazo de bestia con el que todos asocian a Felipe. Quizás tantas mariposas en la casa, o los pantalones apretados del mayordomo, hicieron que Felipe tendiera hacia el otro sexo. Pero eso no está en cuestión. Lo que sí está, es que usted”, y señaló a Haella Lacoste, quien tenía los ojos lagrimosos y los labios le brillaban, “chantajeó a su padre”. Lupe miró con amonestación a su hermano. “Pensó que quizás conmovería al viejo”, continuó el detective, “y que él terminaría pagando, para así escapar y empezar una nueva vida. Pero nada de eso sucederá. Su viejo la desprecia”. 

Felipe Tarda se quitó la peluca. En su rostro se mezclaban maquillaje, lágrimas y pelos de vicuña. “Te confieso que la barba me confundió”, dijo Lupe Tarda. “¿No lo hizo dudar, detective?”, preguntó. “En absoluto”, dijo Casimiro. “A mi ex esposa la llamaban Bud Spencer, y no sólo por la calidad de sus bofetadas”.

Después de resuelto el misterio, el detective Salas-Pesca volvió a la rutina y a los crucigramas. Por un tiempo se encontraba con Felipe Tarda, en las tardes, y jugaban ajedrez, como amigos. En la noche, se encontraba con Haella Lacoste en el cabaré y bien entrada la noche jugaban twister y al desnucado (en otros contextos se conoce como el ahorcado). El detective se había enamorado una vez más. No obstante, para infortunio de Salas-Pesca, Haella Lacoste decidió un día contratar los servicios de otro detective, porque había perdido el apetito por el misterio y lo desconocido. “Ya no eres el hombre impredecible que conocí”, le dijo ella una noche, cuando él deletreó bien la palabra “habichuela”, en el juego del desnucado. El detective pensó en el suicidio o en hacerse socio del América de Cali o en trabajar como profesor de Educación Física. Las tres opciones lo tentaban. Al final, se colgó de la puerta de un bus que iba lleno, de camino a Cali.

En la imagen, Haella Lacoste y el detective Salas-Pesca en época de idilio.

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