LA VIDA FANTÁSTICA DE FERNANDO DE MAGULLADO

Entre los viejos pescadores del puerto de Lisboa pervive la leyenda de Fernando de Magullado, el más grande expedicionario portugués, quien aún domina las costas que una vez vieron flotar los cuerpos de fenicios fenecidos.

Cuenta la Vieja Leyenda (una portuguesa que cuenta historias a dos euros y vende ostras a 2 con 50) que los progenitores de nuestro famoso viajero contrajeron nupcias en la rica población de Sabrosa, y para celebrar robaron el banco contiguo a la antigua capilla. Huyeron en un globo aerostático que una garza justiciera pinchó cuando sobrevolaban el atlántico. Cayeron en una diminuta isla de caníbales, que, por fortuna, ya se habían comido mutuamente. Cuando los recién casados, con bolsas repletas de billetes de alta denominación, comenzaron a desesperarse por la falta de comida, enviaron por el mar una botella con un mensaje de ayuda y un billete con el 666777 para jugar la lotería nacional. Cuando las autoridades recibieron la botella, entendieron que se trataba de los Bonnie & Clyde sabrosos (o sabrosenses). No obstante, devolvieron la botella con un poema de Pessoa titulado La cena y un caramelo. Cuando la botella arribó a las costas de la pequeña isla, llamada Morte Certa, la mujer, Abrilina Décima Nona Caçapavana de Magullado, ya había dado a luz a Fernandao Indegesto Pataca de Magullado, un varón de 4 kilos que se parecía más a un babuino que a su padre, Antônio Querido Fracasso de Magullado.

La llegada de la botella generó una discusión matrimonial entre la pareja, la primera desde su boda, puesto que cada quien deseaba comerse el caramelo. Los gritos de Abrilina Décima no sentaron muy bien en Antônio Querido Fracasso, quien moriría dos minutos más tarde, si no por los gritos, sí por un golpe con la botella en la punta de la nariz. Mientras Abrilina Décima Nona Caçapavana de Magullado arrojaba las cenizas de su marido al mar, se maldijo por no haber aprovechado esa carne magra para hacer un almuerzo que tuviera algo distinto a raíces y hormigas gordas. Mató las dolorosas horas de duelo con el hobby de construir un barco al interior de la botella, echo de ramas, tallos y las muelas y ropas de su consorte.

Cuando hubo terminado su galeón miniatura en la botella, que una vez fue un Beirao de doce años de maduración, introdujo con mucho trabajo a su hijo entre la botella. De ahí que se conozca como Fernando “El Estrecho”. Con sus últimas fuerzas, Abrilina arrojó la garrafa a las aguas fieras del Atlántico y vio cómo la noche caía sobre ella para siempre. Y también a una palmera que la aplastaba.

Nuestro héroe, Fernandao Indegesto Pataca de Magullado, pasaría meses entre la botella, surcando las olas fuertes del Atlántico. Sería tragado y defecado por ballenas, delfines y el Crucero del Amor, hasta que fue rescatado por un barco mercante que transportaba ron, azúcar y kits de vudú hacia el Oriente, y carros Lada, palitos chinos de árbol sagrado e inmigrantes hacia el Occidente. Fernando no pisaría tierra firme hasta que cumpliera la mayoría de edad, dado que aquel barco mercante, el Escorbuto, fue un pequeño mundo para él, donde se hizo hombre (muy a pesar de sus negativas), aprendió a hablar siete lenguas y a morder otras cuantas, probó el opio y el apio, supo que apagar la luz de un faro a medianoche no era divertido, y tatuó su cuerpo con el arte gráfico de todos los países que visitaba. Su favorito: dos caracteres chinos sobre su ombligo, que representan lo que significa su nombre en mandarín: “Tierra a la vista”.

Tras conocer la riqueza de las culturas y el movimiento cosmopolita de los puertos, Fernando de Magullado supo sin duda lo que sería en su vida adulta. “Lo que quiero es bailar ballet”, dijo tras una breve estadía en Venecia. No obstante, debido a su falta de molares, premolares y cuatro dedos de sus pies, fue convencido por sus amigos inmigrantes para que se dedicara a algo distinto. Entre las lágrimas que abrillantaron sus tatuajes azules y negros, Fernando de Magullado volvió al Escorbuto y juró ser el mejor navegante de los océanos y la Internet. Y hasta la fecha, no ha fallado. Sus bitácoras de viaje se consiguen en todos los puertos de Europa. Se venden junto con el pescado y las papas fritas, de modo que la gente las lame o las devora. Son espléndidas. Dada su fama, un estrecho en Lisboa lleva su nombre. Se trata de un sempiterno charco que no se seca y atraviesa en dos la estrada de karaokes y prostíbulos, en cuya esquina se levanta el estadio del Atlético Cansao, el primer equipo de fútbol que no juega con botines sino con tacones altos.
En la fotografía, el Estrecho, luego de un viaje feliz al bidé.


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