De patriotismo y otras miserias en el deporte

Alfredo Bryce Echenique escribió alguna vez “mi patria son mis amigos”. Bryce es escritor. Quizás si hubiera sido un futbolista, el Chumpitaz de su país, no hubiera ni pensado en ello. “La patria es la selección”, quizás hubiera pensado. Porque para un futbolista, y también para todo deportista, no hay alternativa: representar a su país es la gloria. Y a decir verdad, no debería ser así. ¿Quién lo dijo? No está en las escrituras. En esa época ni había tarjetas amarillas y la pantaloneta cubría las pantorrillas. El fútbol estaba prohibido, de hecho, desde que los filisteos golearon a los de David en un amistoso.

A los periodistas deportivos, los hinchas, los dirigentes se nos pone la piel de gallina al decir “¡se juega por la patria, por la camiseta, por el honor!”. Se juega por un largo etcétera que bien no podemos definir. ¿Qué es jugar por la patria? ¿Hacer felices a 45 millones de un país? Eso suena egoísta. Si quieren reír, mejor lean a Bryce o a Fontanarrosa. Si quieren estar felices, mediten o cambien el carro por una bicicleta. Les pedimos a un puñado de talentosos que derroten a sus contrincantes, pero de fondo lo que les pedimos es que nos hagan felices. Cuando un furibundo hincha enfadado grita desde las tribunas algo así como “corran, partida de zánganos”, quizás lo que en realidad está gritando es “¡arreglen mi vida, háganme olvidar mi segundo divorcio, mis líos en el trabajo!”, más otro largo etcétera. Eso no es más que un patriotismo febril. Y el patriotismo nos hace infelices. Queremos ganarles a los demás países y no siempre se puede. Entonces, cuando un jugador decide, bien sea, no jugar para la selección o vestir los colores de un equipo de una liga de poca competencia, lo juzgamos, lo condenamos y lo tildamos de capitalista, mercenario, pecho frío y hasta de apátrida.

Y la verdad es cruel (y que lo digan los tesoreros de los equipos que existen sobre la faz de la tierra): se juega por dinero. Para bien o para mal. Futbolista, badmintonista, saltador de pértiga, corredor de relevos o de bolsa son todas profesiones. Ellos hacen su trabajo y son remunerados. Desde luego que algunos que ya tienen la ceja enarbolada, dirán que “una cosa es jugar para un club y otra para la selección”. Y quizás tengan razón. Pero en realidad no la tienen. Antes de los grandes torneos de selecciones siempre se leen noticias sobre la inconformidad de los jugadores en torno a los premios, salarios y dádivas que las federaciones acuerdan. Se juega por dinero, aquí y en Cafarnáum. Los únicos que no juegan por dinero son los rusos, pero los rusos que después de almorzar y de dejar a un lado el palustre, se arremangan los pantalones para patear la pecosa. Los únicos. Ni el equipo del Tíbet lo hace gratis. 

Ahora, es conmovedor cuando un deportista batalla por su bandera, por su país. Y la mayoría lo hace, porque son gente de bien, por lo general, y a pesar del egoísmo de sus gentes que les piden y les exigen, ellos se la juegan por su patria. Pero, repetimos: no debería ser así. ¿Qué sucede cuando ya no juegan? ¿Cuándo una lesión o una carrera en el cine para adultos los ha marginado de los campos de juego? Los olvidamos. Imaginen por un momento cómo pensaría un jugador que decide irse a jugar a Medio Oriente o a China, donde recibirá mucho dinero, pero (según los especialistas) perderá calidad y no podrá entrar en las convocatorias para unos juegos olímpicos o un mundial. Imaginemos qué debe hacer al regresar. A los 40 años no tendrá trabajo. Deberá pagar mes a mes a una Eps y a una aseguradora. Por él y por su familia. Si tiene carro, pagará unos impuestos impagables y comprará la gasolina más cara del continente. Si quiere que sus hijos entren a una universidad, lo más probable es que necesite millones y millones. La cuestión es, en este país, así: futuro o gloria. 

¿Alguien recuerda qué pasó con Pambelé, con la Mosca Caicedo, con tantos otros talentos a los que les exigimos “matarse” por una camiseta”? Les dimos la espalda. Los enviamos al ostracismo, sin tiquete de retorno. Y ninguno volvió. “¡Pero es que el País!”, dicen, con mayúscula, pero ¿cuál país, nos preguntamos? ¿Dónde está ese país para los pesistas que tienen que hipotecar su casa, o para los nadadores, como Omar Pinzón, que debe optar por recolectar dinero por internet para poder entrenar? ¿Dónde está ese país? Ustedes lo saben. Aparece cuando uno de ellos gana en el Giro, cuando otro gana en Indianápolis, y cataloga sus logros como de los colombianos, cuando en realidad fue una obtención de ellos, los deportistas, los olvidados. Que ellos digan y acepten representar al país es otra cosa. Es un asunto personal. Por eso, reiteramos: no debería ser así. La patria y el deporte son una combinación triste. Como dijo alguna vez uno de los grandes, entre lágrimas, y que asociamos a todos los deportes: “la pelota no se mancha”.

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